Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.
Visita temática virtual: Todas las palabras para decir roca en tiempos del coronavirus
Desde el 18 de mayo de 2020

“El arte no imita la naturaleza; imita a una creación, unas veces para proponer un mundo alternativo, otras sencillamente para ampliar, confirmar, hacer social, la breve esperanza que ofrece la naturaleza. El arte es una respuesta organizada a aquello que la naturaleza nos deja entrever ocasionalmente”. John Berger. El pájaro blanco, 1985 En esta actividad
“El arte no imita la naturaleza; imita a una creación, unas veces para proponer un mundo alternativo, otras sencillamente para ampliar, confirmar, hacer social, la breve esperanza que ofrece la naturaleza. El arte es una respuesta organizada a aquello que la naturaleza nos deja entrever ocasionalmente”.
John Berger. El pájaro blanco, 1985
En esta actividad virtual del programa “En tu casa“ os proponemos una re-lectura de algunos de los conceptos y problemáticas que la exposición “Todas las palabras para decir roca” puso en juego, de manos de su comisario Julián Rodríguez, a través de las obras seleccionadas por vosotros mediante la invitación que os hicimos en la sección “Revisitar Todas las palabras para decir roca”.
Una de las cuestiones que la exposición abordaba dentro de sus planteamientos en relación a la naturaleza es el concepto de “Naturaleza salvaje”. Así lo planteaba su comisario en el texto del catálogo de la exposición mediante el cambio de postura del escritor Vincenzo Consolo respecto a lo planteado en su novela El olivo y el acebuche, considerando 15 años después de escribirla, la necesidad de preservar un espacio para lo salvaje si queríamos seguir siendo hombres. El propio Julián Rodríguez en su novela Cultivos (Barcelona, Penguin Random House, 2008), segunda entrega del ciclo “Piezas de resistencia” se plantea esta serie de interrogaciones incontestadas, en relación al mundo rural del que procede y que ha vivido:
¿Qué debemos añorar del mundo rural?; ¿Qué debemos conservar del mundo rural? ¿Qué significan hoy realmente, esas palabras? ¿Cuánto tiempo le queda de vida a ese mundo? A lo salvaje, ¿Se oponen tanto el mundo rural como la ciudad? ¿O es la conservación de cierto mundo rural la que conseguirá conservar, de paso, el mundo salvaje?
Este conflicto entre mundo urbano, una naturaleza ruralizada y la naturaleza salvaje, ha sido, con la crisis del coronavirus, reactualizada y puesta en primer término del debate en torno a qué hacer en el futuro, de qué manera queremos relacionarnos con la naturaleza. La invasión de lo “salvaje” que se ha producido en el medio urbano de muchas ciudades del mundo, al cesar la actividad humana, ha sido una de las imágenes recurrentes de la pandemia. Nos ha hecho conscientes de la fragilidad de lo civilizado, de su transitoriedad, y a su vez de la dependencia y relación de un mundo respecto al otro. También el hecho de que, entre las actividades esenciales no afectadas por el estado de emergencia, hayan sido en gran número las relacionadas con el ámbito rural, como la agricultura y la ganadería, ha puesto a la vista igualmente esta dependencia de lo urbano o civilizado frente a lo rural. A su vez, que amplias zonas de este ámbito hayan sido menos golpeadas por el virus, ha hecho que muchos habitantes de las ciudades se quieran replantear su modo de vida en ellas y añoren lo rural en principio más en sintonía con la naturaleza y formas de vida más sostenibles.

Vista de la exposición con obras de Karin Sander
Es el concepto de “naturaleza salvaje” el que más problemática conlleva y sobre las que tienen relación una serie de obras que habéis seleccionado. El propio título de la exposición, “Todas las palabras para decir roca” planteaba esta cuestión, la posibilidad de una “gramática parda” en palabras del propio Gary Snyder, del que proviene el título de la muestra, que reflejase la posibilidad de una naturaleza no codificada por el hombre a través de su traducción a un lenguaje articulado. Cada roca, por tanto, sería una palabra. Imposible articularlas mediante un término. Pero el problema es donde encontrar en estos momentos ésta “naturaleza no codificada” esta “naturaleza salvaje”, en un mundo globalizado, donde el cambio climático afecta a cualquier rincón del planeta, donde la presencia del hombre se da en todos partes. Como señala Eva Lootz en otro de los textos del catálogo de la exposición:
“Hay quienes hablan de “segunda naturaleza”, y en este sentido hoy todo lo existente sería segunda naturaleza, es decir, todo está transformado por los humanos, pero en ese caso prefiero jubilar el término naturaleza, pues ya no existe –al menos no tal y como la concibieron un Goethe o un Jovellanos –.”
Para otros, por el contrario, esta naturaleza salvaje está en todas partes, como para Robert Macfarlane, que llega a la conclusión de que no se puede pensar una “naturaleza virgen” ajena al hombre, sino que el hombre es un elemento más dentro de ese concepto, de que lo humano y lo natural no pueden separarse, y que por tanto, ejemplos de naturaleza salvaje se puede encontrar en todos lados, a pesar de la actividad del hombre en el entorno:
“Empezaba a interesarme cada vez más por la naturaleza no como algo separado de la vida humana, sino como un universo inesperado que existía alrededor y dentro de ella, en la ciudad, en los jardines, en las cunetas, en los setos, en las lindes de los campos o en las pequeñas arboledas”.
Esta búsqueda o encuentro, en este caso, es el que desarrolla Álvaro Perdices con su obra 300 x 437 x 240 (Zarzal). La serie de fotografías muestran los entresijos de una serie de zarzales de forma casi envolvente, sin otra referencia que su propio desorden y caos. Para perdices estos zarzales que se dan por doquier en rotondas, edificios y jardines abandonados, o en zonas periféricas urbanísticamente no reglamentadas, son muestra de una naturaleza salvaje:
“[…] un paisaje anárquico y brutal traído al lugar urbano – a la confortabilidad, a la representación-poder – que se convierte en la evocación de un gesto no reglado, desobediente. Las ramas de zarza crecen por doquier y son inmanejables, unas van aprisionando a las otras y crean un ecosistema que es, al mismo tiempo, un nido de pájaros y un escondite de ginetas; una madriguera para protegerse de cazadores […]”

Álvaro Perdices, 300 x 437 x 240 (Zarzal), 2015. C-print sobre papel
Perdices lo contrapone al orden de las rotondas que son además espacio para una especie de pseudocontemporaneidad, de gusto kitsch, que no implica ningún compromiso o conflicto, revestido de monumentalidad. El zarzal sería aquello que invade lo reglado por el hombre cuando este lo descuida. Lo concibe como escultura-paisaje frente o anexo al entorno urbano.
Es interesante ver como Robert Macfarlane, en su texto ya citado de Naturaleza virgen, destaca las cañadas donde se desarrolla el ecosistema del zarzal, como un lugar donde pervive lo salvaje frente a la ordenación del territorio, principalmente para cultivo en el Reino Unido, y como se convierte en elemento de separación entre diversas propiedades, como espacio sin dueño, como espacio no-normativo ni legislado. Así lo indica:
“Su profundidad no permite rellenarlas fácilmente para destinar su suelo al cultivo, de ahí que, pese a encontrarse en el país de mayor explotación agrícola mundial, se hayan convertido en un laberinto de naturaleza virgen en pleno corazón de Inglaterra. La mayoría ha desarrollado sus propias defensas, como ortigas y zarzas que las vuelven intransitables y explican que no se hayan explotado durante décadas.”
En la obra de Perdices se percibe cierto deseo implícito de alcanzar lo salvaje frente al dolor que conlleva, como expresión del conflicto entre naturaleza y civilización.
La pérdida de biodiversidad en el planeta tiene para los científicos una relación directa con la zoonosis, las enfermedades infecciosas animales que se transmiten al ser humano como el coronavirus. La biodiversidad, por efecto de disolución o amortiguamiento, limita la transmisión al hombre de estas enfermedades. La naturaleza salvaje, por tanto, es esencial para poder mantener esta biodiversidad. Los científicos hablan de una “sexta extinción”, título de un ensayo de Elizabeth Kolbert que gano el premio Pulitzer. Los animales domésticos, criados por los humanos para su servicio, se multiplican agotando unos recursos finitos: el 97 % de las criaturas terrestres (sin contar los insectos) son los humanos y sus animales domésticos (sobre todo vacas, cerdos y gallinas), y solo el 3% son salvajes.

Manolo Millares, Pez abisal, 1969. Técnica mixta sobre arpillera
Una de las obras que habéis seleccionado de la exposición se detiene en una especie salvaje, El pez abisal, pintura del canario Manolo Millares realizada en 1969. Para Millares el mar y sus seres han tenido una especial relevancia marcada desde su infancia en Las Palmas de Gran Canaria, como relata en sus Memorias de infancia y juventud (1969):
«Sabor de mar. Labios de mar. Puerta de sol de mar. Incendio de mar. Una orilla de mar siempre sobre mis ojos incipientes y sorprendidos.»
Ya de los años cincuenta data una obra titulada Abstracto marino (1952) que podemos relacionar con esas experiencias de la infancia, que Millares traduce al lenguaje pictográfico que estaba utilizando entonces. Aquí, sin embargo, desarrolla plenamente su lenguaje informalista basado en el uso de la arpillera, con el que investiga sobre el valor de la superficie, la textura y el gesto, y la aplicación del pigmento mediante manchas de color libres y espontáneas. Aquí la arpillera no solo es soporte sino que es usada como elemento para crear volumen objetual, unifica forma y fondo, que ancla su pintura con lo real. La gama cromática queda reducida prácticamente al blanco y negro, con presencia del rojo y los tonos ocres o terrosos propios de la arpillera cuando la deja sin pintar. Como el mismo relata la arpillera tenía para él un alto contenido simbólico:
«De niño me gustaba dibujar lo que veía; iba al Museo de Las Palmas a ver las momias, copiaba una cerámica guanche. Las envolturas de las momias, que eran de tela de saco, me atraían. En el Museo Canario descubrí lo que el hombre es y sobre todo algo importante: la finitud del hombre.»
Esta idea de la finitud del hombre frente a la naturaleza es sobre la que va a girar gran parte de la obra de Millares, de ahí que en ella nos encontremos con constantes alusiones a los espacios fronterizos donde lo humano comienza a diluirse. Su interés por la arqueología como temporalidad ahistórica, o por espacios como lo abisal en este caso, lo desértico, los sepulcros o las minas, nos hablan de ello. Una búsqueda de una dimensión perdida, de otros mundos, como únicos lugares de esperanza y consuelo frente a la convulsa y cruda realidad. Es por ello que lo abisal tenga ese atractivo para Millares, ese mundo desconocido e inhóspito para el hombre, como reducto posible para el renacer de un nuevo o pequeño hombre del homúnculo, ese nuevo ser al que Millares alude en el título de muchas de sus obras. Lo abisal en el sentido que le atribuye el diccionario de la Real Academia Española en su segunda acepción:
- m. Realidad inmaterial inmensa, insondable o incomprensible.
Millares expresa así “otro mundo” donde lo humano no tiene cabida, solo posible su acceso desde la “muerte del hombre”, como el propio hecho de que su pintura altamente matérica, como cuerpo físico, remite a sí misma, imposibilitando su humanización. La naturaleza salvaje estaría expresada a dos niveles, desde las mismas cualidades matéricas de la pintura, o desde el ámbito que nos sugiere, lo abisal.
Sí la naturaleza salvaje presupone la muerte o desaparición del hombre en Millares, en otros casos el mismo concepto es visto como una construcción intelectual, referido a determinados paisajes o ecosistemas a los que se le atribuye unas determinadas características y que en muchos casos remiten a paisajes o espacios de parques o reservas naturales en la que está confinada. De nuevo Macfarlane señalaba en relación al historiador y novelista estadounidense Wallace Stegner y su ensayo titulado “La carta de lo salvaje” de 1960 que:
“Las tierras vírgenes son necesarias porqué nos recuerdan un mundo situado más allá de lo humano. Los bosques, las llanuras, las praderas, los desiertos, las montañas, la experiencia de estos paisajes, puede proporcionar a las personas una sensación de grandeza sobrehumana que hoy en cierto modo hemos perdido.”
Y continúa:
“[…] si la naturaleza llegara a desaparecer por completo, nunca más “tendríamos la oportunidad de vernos como individuos únicos e independientes, como parte del ecosistema integrado por los árboles, las rocas y el suelo, como hermanos del resto de los animales y como elementos del mundo natural al que pertenecemos. Quedaríamos plenamente entregados, sin posibilidad siquiera de descanso y reflexión momentánea, a una vida sumergida en el territorio tecnológico, en el bravo Nuevo Mundo de un entorno totalmente controlado por el hombre.”
Lo que vaticinaba Macfarlane, la vida sumergida en un territorio tecnológico es lo que se ha producido y magnificado en el confinamiento actual, donde ya solamente nos relacionamos mediante conexiones electrónicas de datos e imágenes, separados o escindidos del entorno natural. La imagen se convierte en nuestra realidad más que nunca, y en nuestra única forma de relacionarnos con el entorno.

Sergi Aguilar, El Voladero (Ecuador), 1999/2015
Es en la imagen, por tanto, donde se nos plantea la posibilidad de un espacio para lo salvaje. Mediante su puesta en valor nos da la posibilidad de hacerla “visible”, una categoría que queda, precisamente, excluida de lo real. Así lo vemos, por ejemplo, en la fotografía del artista Sergi Aguilar El Voladero, Ecuador (1999/2015), mediante una vista panorámica de la naturaleza de la reserva natural El Ángel en El Ecuador. Aguilar nos posibilita la contemplación de una naturaleza salvaje donde la presencia del hombre ha sido anulada, y en el que el uso de la fotografía en blanco y negro, el formato panorámico y el papel manual que utiliza, conecta formalmente la imagen con las grandes panorámicas de paisajes vírgenes del mítico oeste estadounidense realizadas por los fotógrafos pioneros norteamericanos de finales del siglo XIX como Carletone Eugene Watkins, o las expediciones comisionadas por el Gobierno Federal de fotógrafos como Timothy O’Sullivan, William Henry Jackson o William Bell.
Sí pudiésemos abrir el encuadre que Aguilar nos muestra o dar dos pasos atrás en relación al punto desde donde está tomada la fotografía, nos encontraríamos una pasarela de madera desde la que se visita el parque natural, y se rompería inmediatamente ese efecto que busca la imagen. La naturaleza “salvaje” se nos mostraría de nuevo como algo confinado y regulado por el hombre y en relación o en dependencia de él.
Otra posibilidad al conflicto entre hombre y naturaleza se encuentra para algunos artistas y escritorres en un periodo en el que supuestamente convivieron en armonía y que remite a los periodos prehistóricos y formas indígenas de habitar el planeta. Para Gary Snyder, por ejemplo, las tribus amerindias consiguieron alcanzar una sintonía con la naturaleza mediante un uso adecuado y responsable de sus recursos y considerándola como parte intrínseca del ser. Esa sintonía es la que buscó Thoreau cuando se construyó una cabaña a orillas del lago Walden, viviendo de los recursos que le proporcionaba el entorno durante dos años, dos meses y dos días, o es la que John Berger define en el epílogo histórico de su novela Puerca tierra como un estado primordial y utópico en el que el campesinado “se imagina una vida sin hándicaps, una vida en la que no se veía obligado a producir primero una plusvalía antes de proveer su propio sustento y el de su familia, como un estado originario del ser que existía antes del advenimiento de la injusticia.”

Mathias Goeritz, Personajes de Altamira, 1947. Tinta, gouache y óleo sobre papel
Esta sintonía es la que veían una serie de artistas -reunidos en la denominada Escuela de Altamira creada en 1948- en el hombre prehistórico a través de sus manifestaciones artísticas, las pinturas rupestres. Entre ellos destacaba Mathias Goeritz, que en su obra Personajes de Altamira (1947) nos quiere comunicar ese estado donde la naturaleza y hombre no se encontraban escindidos. La representación no se encontraba en un estadio fuera de lo “natural”, la representación de un animal no era otra cosa que el animal mismo, se le invocaba o se le atribuía a la imagen cualidades o propiedades idénticas a la naturaleza. Si se pintaba un bisonte, su representación era “un bisonte”. Para transmitirnos esta fusión de la representación y la naturaleza en ese estado primigenio, Goeritz utiliza un lenguaje formal que remite a las formas de representación de estas pinturas, pero también a un estadio cognitivo que se relaciona con lo infantil, donde igualmente no se produce esa disociación entre la representación y su referente real. Utiliza de esta forma un lenguaje esquemático, que toma del dibujo infantil y del arte rupestre, con representación esquemática de la figura humana o animal; del rostro, donde impera el principio de escala emocional y forma ejemplar; y el imperativo territorial, todo mediante una gran economía de vocabulario gráfico.
En relación a esta obra, queremos recoger lo que Sara Castellano, al seleccionarla para revisitar la exposición, nos transmitió relacionándola con la aplicación de una pedagogía de la escucha, en la que la visión y la voz infantil tiene un papel preponderante:
“Viviremos un cambio sustancial, en el que nuestros parámetros culturales se readaptarán, tal y como ocurrió durante los años posteriores a la II Guerra Mundial. Quizá podamos ver en el arte, como quería Goeritz y cómo podemos ver a través de la obra de la colección, un puente para provocar un cambio. Un cambio que podemos hacerlo a través de la educación en arte, en historia del arte y artística ya que, la educación no es incorporar una cultura adherida sino incorporarse de forma activa a una cultura“.

Axel Hütte, Yuste II, 2002. C-print sobre papel
Por otro lado, son aquellas categorías culturales asociadas a la noción de naturaleza las que se ponen en juego, por ejemplo, en otra de las obras seleccionadas, la de Axel Hütte y su fotografía Yuste II (2002), perteneciente a la serie Fog (niebla). La fotografía, tomada en los alrededores de la localidad extremeña de Yuste, nos muestra un fragmento de bosque donde la presencia de la niebla y la ausencia de la acción humana en el paisaje son fundamentales como elementos de una búsqueda por atrapar en la imagen lo indecible, aquello que nos provoca la contemplación de ciertos fragmentos de la naturaleza, en una visión que reinterpreta la tradición romántica de lo sublime.
La fotografía de Hütte, con esa gran densidad de detalle, a pesar de que la escena está cubierta por la niebla, anula las posibles narraciones (históricas o ficcionales) en relación al paisaje, que se hace denso semánticamente en relación a la naturaleza. Una imagen que por su capacidad hiperrealista, donde la mirada del fotógrafo queda anulada y la presencia del hombre borrada, se hace intemporal, rompiendo la idea del “instante decisivo” fotográfico. La densidad que provoca la niebla en la imagen refuerza la captación de la aprehensión de lo sublime. El paisaje así construido no remite nada fuera de sí mismo, y refuerza la idea del carácter permanente de los elementos de la naturaleza. Se aleja intencionadamente, por tanto, de la denominada época del Antropoceno, donde el territorio y la naturaleza se ve totalmente afectado por la actividad del hombre, transformando el paisaje. Hütte quiere alcanzar un estadio en el que la naturaleza se nos presenta inmutable. Así lo indica el artista sobre esta serie de paisajes diluidos en la niebla:
“… simultáneamente uno tiene la sensación de que el tiempo se ha parado o, sencillamente nunca ha existido, y no se encuentra ningún elemento que permita una reconstrucción temporal. Me gusta la idea de que mis imágenes parecen ser atemporales”.
Es precisamente ese extrañamiento, ese elemento indecible de la imagen, lo que le da fuerza a las fotografías de Hütte, que en cierta forma rompen con la tradición pictórica. Donde la naturaleza era vista como escenario que se enfrentaba o empequeñecía al hombre en el romanticismo, aquí pasa a primerísimo primer plano. La naturaleza se entiende aquí como sublime no en relación a lo humano sino en sí misma, dentro de su propia idiosincrasia.
Lo que, por otro lado, conecta la obra de Hütte con lo romántico es la “aniquilación de lo actual” como definía Novalis en relación a este término. Lo actual en Hütte queda anulado. Sabemos que la fotografía fue tomada en 2002 pero queda fuera de esa temporalidad. Aquí el paisaje no nos produce melancolía o terror, al no estar incluida la mirada del hombre hacia el mismo. La atracción del abismo no se da aquí sino que lo que se produce es una atracción por algo de lo que el hombre no participa, y que se convierte en una expresión prácticamente abstracta de la naturaleza a pesar de su hiperrealismo técnico.
La niebla convierte en un negativo la imagen, en el reverso de lo real, en su contrario. El gran formato de sus fotografías lo acercan más al cinematógrafo que a la pintura con la que se ha venido comparando sus imágenes. Es esa visión casi de cinemascope lo que conecta al espectador actual con la imagen, casi sin dejar espacio a la visión. Todos los elementos de la imagen nos agreden al mismo tiempo, se proyectan sobre el espectador sin dejarle espacio casi a la reflexión, sin dejarnos espacio a nuestro punto de vista. Lo imagen lo dice todo y lo representa todo. El paisaje no se abre a la ensoñación como en las fotografías de los grandes paisajes vírgenes del siglo XIX en amplias perspectivas. Hütte no nos deja penetrar en el paisaje, todo queda en la superficie de la imagen. Como los jardines paisajistas ingleses, Hütte simula la naturaleza con la imagen, al igual que los jardineros simulaban praderas, bosques y lagos. La naturaleza en sí misma está clausurada, nos es imposible acceder a ella, o por el contrario nos rodea, es inseparable de nosotros y no lo vemos. La imagen en Hütte detiene el flujo del tiempo y nos llama.

Karin Sander, Kitchen Pieces, 2012. Frutas y verduras y clavo de acero inoxidable
Otras obras de la exposición aludían directamente a nociones ligadas a conceptos tradicionales de la Historia del arte en relación a la naturaleza, como en el caso de la serie Kitchen Pieces (Piezas de cocina) realizadas en 2012 por la artista germana Karin Sander que habéis seleccionado. Las cinco piezas de frutas y verduras clavadas directamente a la pared recibían al visitante nada más entrar a ver la exposición. Seleccionadas por Julián Rodríguez en relación a los frutas y verduras que en el momento de la inauguración de la exposición estaban de temporada en Extremadura, aludían de esta forma al territorio donde se exponían, y hacían que el espectador se sorprendiese y se interrogase sobre aquello que Sander pone en juego en esta serie de piezas, y entre ellas, la cuestión fundamental, ¿Es esto arte?
Como en todas las obras de Sander, nos encontramos con múltiples niveles de interpretación pero sobre todo, en este caso, las piezas están en relación con el género de la naturaleza muerta, un género que ha marcado el devenir de la pintura desde la antigüedad pero principalmente desde el S. XVI cuando surge como tal. La naturaleza muerta es un género cuya aparición se dio simultáneamente a finales del siglo XVI en Italia, Flandes y España, en el periodo en relación al arte que Gombrich denomina como “La conquista de la realidad”. El término naturaleza muerta solo comenzó a ser usado en Francia durante el siglo XVIII. Hasta entonces se denominaba como “vida suspendida” que se relaciona con la expresión holandesa “Still leven” y que derivó en la inglesa “Still-life”. En España se les dio el nombre genérico de “Desengaño del mundo”. El surgimiento del género vino inspirado por la antigüedad clásica, principalmente de fuentes escritas, donde se destacaba la búsqueda de la mímesis entre representación y realidad, la imitación del mundo natural. En Plinio el Viejo y su Historia Natural se relatan varios ejemplos como el de Possis quién modelo frutas y uvas en arcilla de una forma tan perfecta que nadie podía distinguirlas de las reales. O el famoso concurso de pintura entre Zeuxis y Parrasio, donde las frutas pintadas del primero parecían tan reales que los pájaros intentaban picotearlas.
Por tanto, el origen del género parte de una búsqueda de un alto grado de ilusionismo. En los primero bodegones conservados de Caravaggio o Sánchez Cotán hay una búsqueda de la presencia física de los elementos de la composición, rompiendo el plano pictórico entre representación y el espacio del espectador situando los objetos más allá del límite del elemento sustentante, en esa búsqueda de proyectarlo más allá del campo de la representación, en una búsqueda del trampantojo.

Juan Sánchez Cotán, Bodegón, 1602
El otro concepto importante en relación a la naturaleza muerta es el de la vanitas. El termino proviene del sentimiento pesimista del Eclesiastés 1:2 “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. En ellos se veía la inevitabilidad de la muerte y la fugacidad de la vida terrena. Cuando se plasmaban alimentos en descomposición, tales detalles se incluían para animar al espectador a meditar sobre los cambios, la transitoriedad y la brevedad de la vida. Todos estos conceptos en relación al género están planteados, llevados al límite o a una vuelta de tuerca en las piezas de cocina de Sander.
El concepto de tiempo se transforma, así como se lleva al límite la idea de mímesis. Como señalaba John Berger en su ensayo “La pintura y el tiempo” las pinturas son estáticas, lo representado permanece inalterable, la imagen permanece intacta. Y además es siempre el comentario acerca de una ausencia. Ruiz de Samaniego comenta que el bodegón “no trata tanto de cosas inmóviles cuanto que cosas que se han parado en un instante”. Esto es fundamental en relación a la obra de Karin Sander. Aquí invierte los términos, el instante se desplaza de lo representado al que contempla la obra, al espectador, mientras que el tiempo sigue fluyendo en el proceso de transformación que sufren la granada, la alcachofa, el ajo, la escarola o el membrillo clavados a la pared. Así, está íntimamente ligada al presente del espectador, ya que la obra se transforma en cada mirada. Se ancla de esta forma al presente, como una metáfora de la esquizofrenia moderna en la que vivimos. No hay espacio para el pasado o el futuro, todo se consume en el presente. En esta definición vemos como Sander ha invertido la de Samaniego en relación al bodegón, siendo “cosas móviles cuanto que cosas que se transforman en el tiempo y que solamente paran en el instante en que son vistas-miradas”. Parece que nos dice que “vive enteramente quien vive en el presente”.
Volviendo al concepto de mímesis en relación a la naturaleza muerta a lo largo de su desarrollo histórico, tuvo su culminación con la fotografía, con la que se alcanza su mayor grado, y que significativamente tiene como primeros ejemplos históricos la imagen de Niepce de 1832 y la de Daguerre de 1837, donde la temática es el bodegón o naturaleza muerta. Pero en las piezas de cocina de Sander la relación objeto-representación ilusionista queda anulada tomando parte por el objeto. Ya no queda espacio a la representación o la representación se equipara completamente al objeto. Alberto Ruiz de Samaniego en relación a las fotografías de naturalezas muertas señalaba:
“La imagen resulta así un pequeño rincón del mundo salvado a la entropía y al olvido, amorosa, primorosamente; un casi inaparente organismo autónomo dotado de un valor completo en sí, leve cosmos en miniatura paralelo a la propia naturaleza.”

Nicéphoro Niepce, La mesa servida, 1832. Fisautotipo
Todo ello queda transformado en la obra de Sander. A pesar de su hiperrealismo (ya no hay espacio para la representación), la entropía ejerce su labor directamente en la obra, el olvido no es posible porqué la obra no remite a ninguna memoria, a ningún pasado, y no es autónoma respecto a la naturaleza, sino que está intrínsecamente ligada a ella.
El desplazamiento que Sander realiza desde “naturaleza muerta” a “naturaleza viva” acrecienta de manera aún más acentuada el concepto de vanitas, al desplazar ilusionismo por realidad.
Otra forma de aproximación a la obra de Sander la podríamos tener en relación al consumo, los hábitos y los problemas ecológicos en relación a los alimentos como forma más directa y simple de aproximación a estas realidades. No hay que olvidar que la aparición de las naturalezas muertas en el siglo XVI tiene relación con el desarrollo de una incipiente burguesía comercial, que requería pequeños cuadros para decorar sus hogares, así como al desarrollo de un comercio transnacional. De hecho, en uno de los primeros bodegones de Sánchez Cotán introduce un Chayote, fruto procedente del Nuevo Mundo, junto a un membrillo, un repollo, un melón y un pepino.
En el caso de Sander, la selección de las piezas de cocina coinciden con productos de temporada ligados además a la región donde se exponían, Extremadura. Julián Rodríguez, al seleccionarlas, invirtió la idea de mercado global implícita en la serie de obras de Sander, donde toma productos de todas las partes del mundo, en esa idea de accesibilidad global, tanto geográfica como temporal. Aquí se presupone un conocimiento de los productos de temporada y su relación con el entorno y su proceso de elaboración (cultivo y cosecha e incluso cocinado), frente a un consumo donde impera todo y en cualquier momento. Frente a esa relación con el mundo del trabajo del campesinado estaría la idea de artículos comprables relacionados al modo de verlos dentro de la sociedad de consumo (no hay que olvidar que gran parte de la población mundial sigue siendo principalmente agraria), separados, seleccionados, encapsulados, abrillantados y listos para ser consumidos en el menor tiempo posible, como surgidos directamente de los estantes de los supermercados, sin conexión alguna con la naturaleza de donde proceden. Sander ironiza sobre este modo de vivir consumista, insertando estos productos a su ciclo vital, llevándolos a la podredumbre fuera del tiempo de consumo, aunque, de forma contradictoria, los convierte en productos de lujo.
El comienzo de la pandemia por el coronavirus hizo que la población acudiese temerosa a los supermercados a abastecerse de todos estos productos frescos en temor a un desabastecimiento general, convirtiéndose en protagonistas de la situación (menos el brócoli). Es posible que se hayan convertido ya en piezas de cocina como las de Karin Sander en muchos congeladores junto a un gran número de rollos de papel higiénico, por el temor, no a su podredumbre, sino a la propia fragilidad del ser humano, puesta a la vista por este virus invisible. En estos tiempos de coronavirus “Todas las palabras para decir roca” adquiere toda su actualidad en una época marcada por el conflicto con la naturaleza. Su título hubiese posiblemente derivado a “Todas las palabras para decir coronavirus”.
“Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZON, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.”
Byung-Chul Han, “La emergencia viral y el mundo del mañana” en El País, 22 de marzo de 2020
Texto de la actividad de Roberto Díaz Pena